Ana Moreno. Eukleria
“No hemos llegado todavía aquí y usted, de un salto, se planta más allá”, le espetó Ortega y Gasset a María Zambrano en los albores de los años 30. La joven filósofa había ido a presentarle un trabajo y salió llorando a lágrima viva por la Gran Vía madrileña. Ese momento doloroso supuso el fin de su discipulado real con Don José, aunque le siguiera considerando su maestro y le recordara siempre con cariño. La “razón vital” se le quedaba corta, muy corta, intuía que había que llevar la razón a todos los ámbitos de la realidad humana. También a ese rincón olvidado donde habitan los sentimientos, los anhelos y los deseos. Su pensamiento se fue así ensanchando para acoger lo que ella denominaba “la realidad de la entraña”. Y, poco a poco, aunando filosofía y poesía, razón y fe, fue tomando forma lo que sería su gran aportación: la “razón poética”.
Criticada como “republicana” por unos, apodada “la santita” por otros, parecía no encajar en ningún espacio: “todos pasan sobre mí como si no existiera”. Frágil de salud pero de fuertes convicciones, se esforzó por mantener la mirada puesta en “ser persona”, en vivir desde la autenticidad, sin máscaras. De este modo, fiel a sí misma, aferrada a su libertad intelectual, dio la batalla en múltiples frentes con una coherencia que hoy admira e incomoda. Se implicó en la causa republicana, vivió la derrota y formó parte de esa fila humillada de exiliados que hubo de salir del país por la frontera francesa. “La utopía —nuestra utopía— se nos ha cuidadosamente repartido, a vosotros, los muertos, os dejaron sin tiempo; a nosotros, los supervivientes, nos dejaron sin lugar” comentaría. En su maleta, tan solo tres libros de sus autores más estimados: Spinoza, San Juan de la Cruz y Machado.
A partir de ese momento, inició a la fuerza un tipo de vida errante que la llevó a La Habana, México, París, Roma y Florencia, entre otras ciudades. “De destierro en destierro, en cada uno de ellos el exiliado va muriendo, desposeyéndose, desenraizándose”. Acompañada por su inseparable hermana, arropada en ocasiones por amigos, padeció dificultades de toda índole llegando, incluso, a vivir de la caridad. Más adelante, confesaría que es imposible entender su obra sin ese duro exilio que la obligó a vivir con hondura y le regaló la libertad de quien tiene poco que perder. Ciertamente, el larguísimo viaje interior que acompañó ese periplo de más de cuarenta años se convirtió en materia importante para su reflexión filosófica. Hoy, con 108 millones de desplazados (según el ACNUR), los escritos de esta filósofa malagueña, tan marcados por el vacío y el desarraigo de su propio exilio, siguen de plena actualidad.
“Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono, el sentirse abandonado”. Se pierde la seguridad de lo propio, de todo lo que hasta ese momento nos había acompañado. Recuerda María que, al principio, al atravesar la frontera rodeada de la multitud no sintió temor, el miedo llegó después al quedarse sola en la pensión de un pueblecito francés. En cada paso que oía intuía a un gendarme que le pediría la documentación. Se veía sin espacio vital, una vencida “que no ha tenido la discreción de morirse”. Es entonces cuando se apoderó de ella el sentimiento de ser diferente. Una extraña, una forastera que genera incomodidad, que representa aquello que nos cuestiona y nos gustaría mantener alejado. Se percibía observada, incluso, como una portadora de la desgracia. El exiliado encarna aquello que tememos que nos ocurra. Les compadecemos y ayudamos, quizá hasta nos provocan cierto sentimiento de culpa, pero les miramos desde la barrera, conscientes de que tenemos la suerte de poder regresar a un hogar confortable y a un ajetreo cotidiano que anestesia contra el dolor de los otros. El exiliado es “lo que se arrojaría de la fiesta cívica, lo que se relegaría al cuarto oscuro de los trastos o allí en el palomar vacío o en el abejar, lejos, para ir —eso sí— de vez en cuando, a la chita callando, a llevarle algo”.
La “señora de la palabra”, la profesora andaluza que huía de las afirmaciones categóricas, nos invita a una última reflexión sobre el fondo del problema: nos cuesta tratar con lo diferente, “con lo que es radicalmente otro que nosotros”. Y la solución a tantos conflictos pasa, precisamente, por “saber tratar con lo diferente”. Hemos inventado la tolerancia para convivir, pero es insuficiente, sabemos que la solución real pasa, tal y como lo formula María Zambrano, por hacer del amor “la pasión central de la vida”. Pasión que se origina en las entrañas y no en la conciencia.
