PENTECOSTÉS (C)
Jn 20,19-23
Pentecostés es una fiesta eminentemente pascual. Sin la presencia de Dios como Espíritu, la experiencia pascual no hubiera sido posible. La totalidad de nuestro ser está empapada de Dios-Espíritu. Siempre es el Espíritu el que nos lleva a la unidad y por lo tanto el que nos invita a superar la diversidad que es fruto de nuestro falso yo.
No tiene sentido pensar en un espectáculo de luz y sonido. Lucas nos está hablando de la experiencia de la primera comunidad, no está haciendo una crónica periodística. En el relato utiliza los símbolos que había utilizado ya el AT: Fuego, ruido, viento. Los efectos no se reducen al círculo de Jesús, salen a la calle, donde hay hombres de todo país.
El Espíritu está; no tiene que venir de ninguna parte. Lucas narra cinco venidas del Espíritu. Las lecturas que hemos leído nos dan suficientes pistas para no despistarnos. En la primera (viento, ruido, fuego), hace referencia a la teofanía del Sinaí. La fiesta de Pentecostés conmemoraba la alianza. La Ley ha sido sustituida por el Espíritu.
Hemos dicho tantas cosas sobre el Espíritu que nuestra tarea es “desdecir”, descubrir las cosas sin sentido que hemos repetido hasta la saciedad. El Espíritu no es una entidad separada. Dios Espíritu no es un personaje distinto del Padre y del Hijo, que anda por ahí haciendo de las suyas. Se trata del Dios UNO más allá de toda imagen. No es un don que nos regala el Padre o el Hijo sino Dios como DON absoluto. No es una realidad que tenemos que obtener, sino el fundamento más profundo de mi ser del que surge todo lo que soy.
Todo lo que fue Jesús, se debió al Espíritu: “Concebido por el Espíritu”; «Nacido del Espíritu»; «Desciende sobre él el Espíritu»; «Ungido con el Espíritu». Está claro que la figura de Jesús no podría entenderse sin el Espíritu. Pero no es menos cierto que no podríamos descubrir lo que es el Espíritu si no fuera por lo que Jesús nos ha revelado.
No se trata de entrar en un mundo diferente, acotado para un reducido número de personas, a las que se premia con el don del Espíritu. Es una realidad que se ofrece a todos como la más alta posibilidad de alcanzar una plenitud humana que todos debíamos tener como meta, si no, quedamos en la exclusiva valoración de la materia.
La experiencia del Espíritu es individual, pero empuja siempre a la construcción de la comunidad. El Espíritu se otorga siempre “para el bien común”. En contra de lo que nos cuentan, no se da el Espíritu a los apóstoles, sino a todos los seguidores de Jesús.
El Espíritu no produce personas uniformes como si fuesen fruto de una clonación. Es esta otra trampa para justificar toda clase de sometimientos. El Espíritu es una fuerza vital que potencia en cada uno las diferentes cualidades y aptitudes. La pretendida uniformidad es la consecuencia de nuestros miedos y falta de confianza en el Espíritu.
En la celebración de la eucaristía debíamos poner más atención a esa presencia del Espíritu. Durante siglos el momento más importante de la celebración fue la epíclesis (la invocación del Espíritu sobre el pan y el vino. Solo mucho más tarde se confirió un poder especial (que ha llegado a ser mágico) a las palabras que hoy llamamos “consagración”.
Fray Marcos
