La palabra sana

por Charo Mármol. alandar.org

El mes de noviembre pasado escribí la columna que más me ha costado en todos los años en que estoy acudiendo a la cita con los lectores de Alandar. Compartía una experiencia personal, vivida en mi niñez, dolorosa y silenciada durante mucho tiempo.

Distintos sucesos acaecidos alrededor de ese mes y relacionados con la violencia que se ejerce contra las mujeres, como el caso Errejón y otros que saltaron a los medios en distintos momentos: Plácido Domingo, Dani Alves -jugador del Barça-, Gérard Depardieu, Ismael Álvarez -alcalde del PP en Ponferrada y que en 2001 fue denunciado por Nevenka Fernández-, el dramático caso de La Manada en Pamplona… y tantos otros, pero sobre todo fue el sobrecogedor caso de Gisèle Pelicot: una mujer drogada y violada por su modélico esposo y por más de ochenta ciudadanos ejemplares durante más de una década. Ella, una mujer valiente, no dudó en dar la cara y denunciar: «La vergüenza no es para nosotras, es para ellos». Todo esto me llevó a decir en público lo que tantos años llevaba guardado en mi interior y confesado a muy pocas, pero muy pocas personas. Lo titulé “Que la vergüenza cambie de lado”

A raíz de este escrito recibí muchísimas respuestas a nivel personal. Todas de mujeres, la mayoría ya mayores. Me agradecían la valentía por haber escrito lo que ellas llevaban callando durante muchos, demasiados años: habían sido abusadas por su padre, por su abuelo, su hermano, su primo, el amigo de su padre… Fueron abusadas, violentadas por aquellos que tenían que defenderlas del abuso y la violencia, y callaron; callan porque se sintieron y se siguen sintiendo culpables.

Me impresionó cuando estas confesiones venían de personas muy cercanas a mí. Yo no sabía nada. Ellas tampoco sabían nada de mí. Todas callábamos y vivíamos nuestro dolor en silencio.

Este verano he leído un libro de Ana Inclán. Un silencio de plomo. Una realidad novelada que pone nombre a muchos silencios de plomo, como son los que conllevan los abusos a la infancia: silencio de las víctimas y de las personas de su entorno, que se convierten en consentidoras y cómplices del abuso.

Cuando estás en silencio, cómoda, comunicando sin necesidad de palabras es que existe una conexión profunda con la persona con la que compartes ese espacio. El silencio entonces se convierte en comunicación y disfrute mutuo. Si el silencio es de plomo, entonces la vivencia no tiene nada que ver con lo anterior. El silencio te hunde, te aísla, tira de ti hacia abismos difíciles de salvar.

Ana Inclán ha elegido un título que se convierte en síntesis y resumen de lo que nos ofrece a lo largo de las páginas de esta obra. Abuso, violencia sexual, maltrato infantil…, todo sufrido en silencio, un silencio que te va aislando incluso de las personas más queridas. Un abuelo, un tío, un hermano, un padre…, aquellos que deberían cuidarte, defenderte… se convierten en tus agresores. Muchas veces son lobos con piel de cordero. ¿Quién va a creer estas historias? Pero es la palabra la que salva: las que nosotras nos decimos y las que compartimos.
Lo que no se nombra no existe se ha dicho muchas veces. Por eso es importante romper el silencio, nombrar y hablar.

Ana Inclán nos ofrece la historia de un encuentro de dos mujeres que se atreven a compartir y nombrar lo que están viviendo y tantas veces se calla, y muchas más se oculta.

Es de agradecer todas las palabras, dichas y escritas, que ponen nombre a los silencios de plomo. Experiencias que animan a verbalizar lo que se lleva oculto. Porque la palabra sana y compartir y expresar ayuda anima a otras víctimas a poner nombre a experiencias semejantes vividas.

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