Soy Rosika Schwimmer. Formo parte de esa estirpe de mujeres convencidas que las guerras son el fracaso de la humanidad y cuyas convicciones y activismo pacifista nos hizo y hace tremendamente incómodas y peligrosas ante el poder-dominación hasta intentar borrarnos de la historia. Por eso soy una gran desconocida para muchos y muchas.
Nací en Budapest en 1887, cuando Hungría daba sus últimos coletazos como parte del Imperio austrohúngaro y se alimentaban sueños nacionalistas y bélicos en una Europa crispada, que daría origen a la primera guerra mundial. Pese a ello, yo nunca tuve ningún sentido de nacionalismo, sino una conciencia cósmica de pertenecer a la familia humana. Mi familia era judía, no religiosa, de clase media; tuve el privilegio de acceder a una educación esmerada que abriría mis horizontes de vida y conciencia crítica. En 1891 me gradué en la escuela pública y más tarde completé estudios en una escuela de negocios, algo bastante inusual en una mujer en la Hungría de mi época. Dominé cuatro lenguas: húngaro, alemán, inglés y francés y podía leer en otras cuatro: holandés, italiano, noruego y sueco. Desde muy joven entendí que la liberación de las mujeres pasaba por la autonomía económica y el derecho a la formación y al voto. Por eso muy pronto me hice sufragista. Trabajé algunos años como institutriz y más tarde, en 1897, empecé a trabajar como corresponsal en la Asociación Nacional de Trabajadoras de Oficina, que en 1901 me elegiría presidenta.
Desde muy joven entendí que la liberación de las mujeres pasaba por la autonomía económica y el derecho a la formación y al voto. Por eso muy pronto me hice sufragista.
En 1903, junto a Mariska Gárdo, fundé la Asociación de Mujeres Trabajadoras de Hungría; muy pronto tendríamos representación internacional en Woman Suffrage Alliance y, más adelante, también en la Asociación de Mujeres de Hungría, la primera asociación feminista del país. Nuestro objetivo no era solo el derecho al sufragio, sino la igualdad en todos los aspectos de nuestra vida. Estábamos convencidas de que conseguir el sufragio no cambiaría nada si las mujeres no éramos reconocidas como sujeto de derechos, con capacidad de agencia y si nuestras aspiraciones a vidas libres y plenas no eran protegidas y favorecidas por cambios legislativos concretos.
Mi activismo me llevó en numerosas ocasiones a ser despedida, pero encontré el modo de ganarme la vida como traductora o con trabajos puntuales para periódicos y revistas feministas progresistas. Cuando fundamos la revista Mujeres y Sociedad, de la que fui primera editora, la hostilidad hacia mí creció y mi pensamiento aún más, pues en ella abordamos temáticas como el abuso sexual o la complicidad de las leyes con la pobreza y el sufrimiento de las mujeres, etc.
En 1911 me casé con el periodista Pál Bédy. Nuestro matrimonio apenas duró dos años. En 1913, junto con otras compañeras, organizamos la Séptima Conferencia de la Alianza Internacional por el Sufragio Femenino, en la que participaron 3000 delegadas internacionales. El ambiente de pre-guerra estuvo muy presente entre nosotras, al igual que la diversidad de posturas ante una posible guerra mundial. Así empezó la división entre las sufragistas: las que nos posicionamos con una postura pacifista frente a la guerra y las que entendieron que era necesario tomar las armas.
Mis convicciones pacifistas me situaron nuevamente en una posición incómoda, pues siempre sostuve que: “los derechos de las mujeres, los derechos de los hombres, los derechos humanos, todos están amenazados por el espectro de la guerra, tan destructivo de los valores materiales y morales que hace que la victoria sea indistinguible de la derrota.” Mi compromiso como sufragista y pacifista me empujó a emigrar a Estado Unidos para poder seguir con estas actividades.
El compromiso con la paz tenía que ser forzosamente un compromiso con las clases sociales más empobrecidas porque es imposible la paz sin justicia social y económica.
En 1915, nueve meses después de haberse iniciado la guerra, mujeres pacifistas del mundo, convocamos el Congreso Internacional de Mujeres de La Haya. Nuestros objetivos eran ambiciosos y claros: protestar contra la locura y el horror de la guerra, elaborar una estrategia de paz y hacer un llamamiento a la mediación inmediata de países neutrales. El congreso movilizó a miles de mujeres que se jugaron la vida en el viaje: las delegadas alemanas fueron retenidas en las fronteras, las francesas y rusas no pudieron llegar finalmente. Fue presidido por la norteamericana Jane Adams. Ambas coincidimos en que el compromiso con la paz tenía que ser forzosamente un compromiso con las clases sociales más empobrecidas porque es imposible la paz sin justicia social y económica.
En ese Congreso se sentaron las bases del movimiento internacional de mujeres por la paz, y fue también el origen de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad – Women’s International League for Peace and Freedom (WILPF). Al finalizar, organizamos delegaciones para llevar nuestras resoluciones a los jefes de gobierno de Europa y Estado Unidos, yo participé en 35 delegaciones.
En numerosas ocasiones compartí tribuna con la también pacifista y sufragista británica Emmeline Pethick Lawrence. Aún me conmueve la imagen de hermanamiento que evocamos juntas; dos mujeres cuyos países estaban enfrentados por la guerra y que se convirtió en un poderoso símbolo de nuestra propuesta pacifista. Conseguí que Henry Ford financiara el Barco por la paz, una iniciativa para recorrer el Mediterráneo y propiciar un acuerdo entre los países en guerra, que finalmente fracasó. Al terminar la contienda, aunque seguí residiendo en Estados Unidos, renové mi actividad en Europa. El Imperio austrohúngaro había desaparecido y la República Húngara daba sus primeros pasos. Durante unos años fui su embajadora en Suiza, hasta que, en 1919, el Gobierno comunista de Bel Kun me privó de mis derechos civiles y tuve que migrar de nuevo, esta vez a Viena, huyendo del antisemitismo. Dos años después lo haría de nuevo a Estados Unidos.
Se me denegó sistemáticamente la nacionalidad estadounidense por no querer firmar un documento que me obligaba a coger un arma en defensa del país. Fui apátrida hasta mi muerte.
Tampoco allí lo tuve fácil. Me vi constantemente asediada por campañas de difamación, colocada en listas negras por mi activismo pacifista. Se me denegó sistemáticamente la nacionalidad estadounidense por no querer firmar un documento que me obligaba a coger un arma en defensa del país. Fui apátrida hasta mi muerte.
Pero las dificultades no doblegaron mi espíritu ni mi compromiso por la paz. Junto con Lola Maverick Lloyd fundamos la Campaña por el Gobierno mundial, con una visión muy avanzada de la necesidad de un organismo que velara por la paz mundial y persiguiera y juzgara a quienes la destruyen. Muchos años después sobre esta idea y esfuerzos se creará el Tribunal Internacional de La Haya para proteger a los ciudadanos de los crímenes de guerra de lesa humanidad y los genocidios. Mi gran amiga Edith Wynner cuidó de mí en los momentos más duros de mi vida en Estados Unidos hasta mi muerte en Nueva York en el año 1948 y preservó mi legado, parte del cual se conserva en 176 cajas en la Biblioteca Pública de Nueva York. Hace unos años el investigador y escritor vasco Kirmen Uribe lo ha desempolvado de la amnesia social con la novela La vida anterior de los delfines. Mi espíritu sigue vivo en las mujeres de la WILFP, las Mujeres de Negro y tantas mujeres antimilitaristas en estos tiempos de rearme mundial y nuevos rostros de fascismo y totalitarismo.
Teóloga y religiosa Apostólica del Sagrado Corazón de Jesús, vive en una comunidad intercongregacional en el madrileño barrio de Lavapiés. Allí apoya los movimientos sociales y la defensa de los derechos humanos, especialmente desde la Red Interlavapiés. Escribe en alandar la sección «Hay vida más allá de la crisis».
