MAESTRAS DE VIDA: HANNAH ARENDT

Hannah Arendt es una de las grandes pensadoras del siglo XX. Creía en la política como un espacio de libertad, donde la acción transforma el mundo. Fue una pesimista esperanzada: aunque vio lo peor de su tiempo, confiaba en que cada nacimiento traía la promesa de un comienzo.

por Lourdes Uranga. alandar.org

Yo, Hannah Arendt —Johanna para los registros—, nací el 14 de octubre de 1906 en Linden, hoy Hannover. Vengo de una familia judía secularizada. Mis raíces se extendían hasta Königsberg, a donde regresamos cuando yo tenía tres años. Mi padre, Paul Arendt, ingeniero, enfermó de sífilis y murió pronto. Mi madre, Martha Cohn, mujer de ideas socialdemócratas, me educó en la libertad. En los círculos de Königsberg nadie discutía que las niñas recibieran la misma instrucción que los varones; aquella igualdad era natural para mí.

En mi infancia no supe que era judía; en casa la palabra “judío” no se pronunciaba. Lo descubrí en la calle, en los insultos de otros niños. Culturalmente me sentía alemana: amaba mi lengua y su patrimonio intelectual. Pero se acercaban tiempos oscuros. Mi amigo sionista Kurt Blumenfeld me enseñó a mirar de frente el antisemitismo. Comprendí entonces que mi pertenencia al judaísmo era también un problema político. Cuando una es atacada como judía, sólo puede responder como judía.

Desde joven cultivé la filosofía y la literatura. A los catorce años ya había leído a Kant y a Jaspers. Me formé junto a Martin Heidegger —con quien tuve una relación académica y sentimental— y Karl Jaspers, decisivo para mi pensamiento. La adhesión de Heidegger al nazismo me decepcionó, pero aun así aproveché sus conceptos para aplicarlos a los problemas de la época, como el totalitarismo y la violencia política. Fui filósofa, historiadora, teórica política, profesora y periodista.

En 1929 me casé con Günther Stern, filósofo judío; nos divorciamos en 1939. En 1940 me uní a Heinrich Blücher, autodidacta, crítico del totalitarismo y compañero de vida hasta su muerte en 1970.

En 1933, tras la llegada de Hitler, fui arrestada brevemente por ayudar a judíos perseguidos. Huí a Francia, donde trabajé con refugiados. En 1940 me internaron en un campo francés: experiencia que me marcó. En 1941 escapé a Estados Unidos con Blücher. Perdimos patria, trabajo y lengua. “Expulsados por judíos, internados como boches”: nuestra identidad cambiaba al ritmo de las fronteras. Nadie quería ver que surgía una nueva clase de seres humanos: los confinados en campos de concentración por los enemigos y en campos de internamiento por los amigos.

En 1951 publiqué en Nueva York Los orígenes del totalitarismo. Quise explicar una barbarie inédita, organizada, que exigía categorías nuevas. El nazismo no fue sólo fruto de la crisis económica: sin su trasfondo ideológico y cultural no habría prosperado. La gente, centrada en su miseria y desvinculada de la vida pública, dejó de cuestionar la exclusión de los judíos. En medio del caos hallaron un enemigo, orden y comunidad a cambio de su libertad de pensar.

También analicé la creación del Estado de Israel. Critiqué el sionismo oficial de Ben Gurion y defendí un modelo binacional judío-palestino. Mi rechazo al Estado-nación se basaba en que no resolvía el antisemitismo y condenaba a la mayoría árabe a la apatridia, negándoles “el derecho a tener derechos”.

En 1958 publiqué La condición humana (Vita activa), donde me volví hacia la reflexión positiva sobre la acción y la vida política. “La pluralidad es la ley de la Tierra”: la humanidad se realiza en la diversidad y en el diálogo. Ser humanos es “estar en el mundo con otros”. La política nace de esa pluralidad. Los hombres son libres sólo cuando actúan; ser libre y actuar es lo mismo. Necesitamos recuperar el espacio público donde hablar, actuar y vivir juntos. La humanitas no se alcanza en soledad; sólo cuando alguien arriesga su vida y su persona en el espacio público ese gesto se convierte en don para la humanidad.

En 1961, la revista New Yorker me envió al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén. Allí pasé del concepto de mal radical al de mal banal. Eichmann no era un monstruo sino un hombre común, producto de la burocracia totalitaria, incapaz de pensar y de asumir responsabilidades. Declaró no sentir odio por los judíos, sólo cumplía órdenes. El Holocausto fue posible por la complicidad de millones que ejercieron ese mal banal: obedecer sin pensar. No pretendí justificarlo, sino mostrar que el mal puede ser la ausencia de interioridad y juicio.

Mi identidad judía siempre me acompañó, aunque nunca fui religiosa. Aprendí que pertenecer al pueblo judío me comprometía éticamente frente al antisemitismo y el Holocausto. Mi espiritualidad es la del pensamiento: el diálogo silencioso del yo consigo mismo, donde examino mis actos y busco sentido. Pensar no es un lujo, sino un deber moral para no dejarme arrastrar por la inercia.

La libertad, para mí, no es una abstracción sino la condición desde la cual nace la acción. Cada vez que actuamos, algo nuevo puede comenzar en el mundo. La acción, sin embargo, tiene una herida: su irreversibilidad. Por eso creo que el perdón es una facultad liberadora; nos permite desatar los nudos del pasado y abrir espacio para recomenzar. No todo puede ni debe ser perdonado, pero sin esa capacidad estaríamos condenados para siempre a nuestras consecuencias.

Amar el mundo no es aprobarlo todo, sino cuidarlo y renovarlo con otros. Es una forma de compromiso que me une a la pluralidad humana. San Agustín me enseñó a pensar el amor, la interioridad, el tiempo y la eternidad. Aunque ya no hablo en términos teológicos, en mi filosofía persiste esa tensión entre lo mortal y lo inmortal, entre la acción pública y la contemplación silenciosa.

Así vivo mi espiritualidad: sin Dios, pero con conciencia, juicio y amor al mundo. Mi fe está en la libertad de actuar, en el poder de comenzar de nuevo y en la capacidad humana de pensar para no repetir el mal.

En 1953 obtuve la nacionalidad americana, trabajé como escritora y periodista y recibí numerosos premios. En 1959 fui la primera mujer profesora en Princeton y luego enseñé en Chicago. Mi intensa labor intelectual se interrumpió en 1975, cuando un ataque al corazón puso fin a mi vida.

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