Dolores Aleixandre. alandar.org
En los cuentos que leíamos de niños las distancias se medían por leguas; luego; en los libros de mayores se hablaba de millas y de pies, y cuando llegaron los televisores, de pulgadas, y era un lío pasarlas a centímetros. En la Biblia había codos: “¿Quién puede añadir un codo –un palmo– a su estatura?” que era una medida inventada en Egipto para medir la distancia entre el codo del faraón y la punta de su dedo índice. A Enrique I de Inglaterra le gustó la idea y decidió que la yarda era lo que iba del extremo de su pulgar hasta la punta de su nariz. Se rumorea que de un momento a otro Trump va a medir lo que va de su nariz a su dedo gordo e impondrá la trumpina como medida universal y posiblemente acompañe el momento con alguno de esos gestos llenos de encanto, tan suyos.
Todo esto viene a cuento de lo que dice Josep Mª Esquirol en La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana: “Aquí, en las afueras, el mal es muy profundo, pero la bondad todavía lo es más. Aquí, en las afueras, nada tiene más sentido que el amparo y la generosidad. Aquí, en las afueras, cuesta muchísimo moverse medio palmo en la buena dirección. Es el medio palmo hacia la comunidad fraterna que vive.”
Lo de las afueras y el medio palmo me parece una clave prodigiosa para entender la narración del nacimiento de Jesús y calcular “su medida” según el relato de Lucas. Todo ocurre “en las afueras”: el decreto para empadronarse viene desde fuera, José y María tienen que salir fuera de Nazaret, se quedan fuera de la posada, el Niño nace en un establo en las afueras y los primeros en acudir son pastores que velaban a la intemperie también en las afueras.
En cambio, no queda ni rastro de aquello prometido en la Anunciación de que sería grande, le llamarían Hijo del Altísimo, Dios iba a darle el trono de David, reinaría en la Casa de Jacob con un reinado sin fin. Son las promesas peor cumplidas de toda la Biblia: la grandeza ha dejado paso a la pequeñez de un niño, el trono es un pesebre y la casa de Jacob resulta ser una cuadra, lugar absolutamente inapropiado para un rey.
Sin embargo, en medio de la noche acontece silenciosamente el movimiento de Dios hacia nosotros según la desmesura de su medio palmo: “tan ancho, tan largo, tan alto, tan profundo…”, decía Pablo. Lo llamamos “encarnación”, pero merecería otros nombres capaces de evocar mejor la calidez de su aproximación, la gratuidad absoluta de su cercanía, la maravilla de su familiaridad, lo asombroso de su hacerse Uno-de-nosotros.
De mayor, el Uno-de-tantos caminará con desplazamientos de medio palmo hacia esas afueras en las que habita la gente más perdida y junto a ellos aprenderá unidades de medición sorprendentes: dos tórtolas -¿o eran pichones?-, un puñadito de levadura, una pizca de sal, la luz de un candil, un granito de mostaza, los dos céntimos de la viuda, el precio de un par de gorriones. Elegirá un trozo de pan y un sorbo de vino para que sigamos recordando su entrega, y morirá fuera de Jerusalén, sin poseer ni siquiera medio palmo de tierra para ser sepultado. Pero cerca de su sepulcro vacío había un huerto y junto al viviente nace la comunidad fraterna que vive.
Cuesta mucho moverse en esa dirección sin más armas que el amparo y la generosidad, pero la Navidad nos recuerda que, si el mal es muy profundo, la bondad lo es todavía más y que en las afueras no estamos solos: el Emmanuel ha plantado su tienda en medio de nosotros. A solo medio palmo.
