Dios y la pandemia

[Imagen de AndPan614 en Pixabay]

Pepa Torres. cristianismeijusticia.net

Hace un año empezábamos a atravesar con perplejidad el sufrimiento con que esta pandemia irrumpía en nuestras vidas, pero estábamos demasiado atravesadas de presente para intuir las consecuencias de tan profundo calado que conllevaría. En aquellos primeros meses leí el libro editado por el cardenal Kasper, Dios en la pandemia. Al hilo de aquellas reflexiones comparto hoy también las mías a partir de la pregunta: ¿cómo desafía esta realidad a nuestra fe? Señalo dos aspectos que me resultan fundamentales: la centralidad de la vida y la esperanza, por encima de conceptos y abstracciones, y la necesidad de depurar nuestras imágenes del Misterio.

La centralidad de la vida y la esperanza, por encima de conceptos y abstracciones

La fe cristiana no remite nunca a respuestas abstractas, sino a la encarnación, al espesor de la realidad donde todo se da mezclado: la vida y la muerte, el sufrimiento y la alegría, la gracia y el pecado, la generosidad más sobreabundante y la mezquindad más extrema. Como señala Ivone Gevara, no hay una respuesta teológica a lo que estamos viviendo que sea diferente de la respuesta a la propia vida[1]. Por eso lo teológico es la invitación de estar siempre conectados y presentes unos en el en el dolor de los otros, unos y otros siempre atentos a dolores concretos más que a conceptos, a fortalecer las tramas comunitarias allá donde emerjan, superando prejuicios y fronteras para poner en el centro de ellas a los más vulnerados y vulneradas, como nos señala el Apocalipsis, “hasta que no haya más llanto, ni clamor, ni dolor” (Ap 21).

En esta faena, los cristianos y cristianas deberíamos ser expertos, pues Dios es Comunión y Relación y la comunidad es lugar de su manifestación y anuncio“Donde dos o tres estéis reunidos en mi nombre allí estoy yo” (M 18,20). Pero quizás siga siendo necesario recordar que en mi nombre no se refiere a la “la etiqueta o los símbolos católicos”, sino a quienes se identifican con los valores evangélicos, sea cual sea su credo religioso. El reino esta siempre más allá de la iglesia y su misión no es anunciarse a sí misma sino ser sacramento de salvación para el mundo. Por eso la iglesia si es de Jesús ha de ser forzosamente en salida y no en repliegue, máxime en tiempos de crisis.

La densidad del presente nos recuerda también que no podemos detectar las huellas del Resucitado en tantas situaciones de muerte como estamos viviendo sin tocar sus llagas (Jn 20,27). Es decir, sin participar de la projimidad, con los más heridos y golpeados por esta crisis y tocando y asumiendo estas llagas también en nuestras propias existencias   concretas. Por eso, dar razón de nuestra esperanza desde este contexto no es hacerlo desde el optimismo ingenuo y ahistórico, sino desde una esperanza enlutada, o una esperanza apocalíptica. Una esperanza que no es solo un horizonte ni una perspectiva de futuro, sino una actitud teologal de cara al presente, una actitud experta en mantener perplejidades y que nos sostiene mientras atravesamos el túnel oscuro de las metamorfosis históricas implicándonos en ellas y sin perder el ánimo. Para ello necesitamos acudir, más que a los dogmas, a la mística, a los expertos y expertas en noches:

«Que bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está escondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
aunque es de noche». (San Juan de la Cruz)

Ser buceadores en la densidad de la realidad y los corazones humanos: Rezar, como diría   Etty Hillesum[2], nocon los ojos vueltos hacia el cielo buscando a Dios fuera de sí mismos, sino inclinando la cabeza y hundiéndola entre las manos. Buscando a Dios por dentro, manteniéndonos en su silencio. El silencio de Dios no tiene por qué identificarse con el abandono, sino también con la presencia incondicional de quien acompaña conmovido, sosteniendo sufrimientos y preguntas que no caben en ninguna palabra, el Dios de la resiliencia y el consuelo silencioso hasta el extremo.

En tiempos axiales, como muchos denominan al que estamos viviendo, el papel de los cristianos y cristianas quizás sea, como diría de nuevo Etty Hillesum, ayudar a que Dios, el Amor, la Esperanza con mayúsculas, «no se apague en el mundo»en la iglesia, en los corazones humanos[3]. Estamos urgidos a ser sus parteras y sus parteros en un contexto donde la muerte y el sufrimiento, la desigualdad y la injusticia parecen tener la última palabra. Por eso, salvar la esperanza, el buen ánimo, y ofertarlo, es quizás nuestra mejor contribución a la humanidad.

Ser parteros y parteras del Dios de la esperanza no requiere escenarios especiales, ni necesita de templos o ámbito sagrados, sino que estamos llamados a hacerlo desde la totalidad de la vida y la cotidianidad, el cuidado de las relaciones, el acompañamiento, la vida ciudadana implicada en nuestros barrios, lo que Francisco llama «la amistad social» (FT 2). Porque los lazos comunitarios son hoy más que nunca sacramentos de la esperanza que nutren y sostienen las de muchas gentes: no ser invisibles, no ser desahuciado, tener comida y material escolar para los hijos, no perder el trabajo, no estar solo, esperanzas muchas de la cuales pasan por la materialidad de la vida y remiten al compromiso con las tres t que nos recuerda el papa Francisco: techo, tierra, trabajo. Pero las tramas comunitarias son también signo de que «otro mundo está siendo posible» en medio de esta crisis, como señala la ecofeminista Yolanda Sáez [4] son ese lugar «en que la suma de nuestras derrotas se convierte en esperanza por el hecho de estar juntas y donde la suma de nuestras oscuridades se convierte en luz» para estar en conexión y atravesar la incertidumbre.

Depurar las imágenes de Dios

Lo que estanos viviendo ha sometido a crisis algunas imágenes de Dios ”al uso” nada cristianas como son el Dios mágico, cuya acción suple las mediaciones humanas históricas o naturales, o el Dios sádico, que permanece indiferente ante el sufrimiento. Esta crisis nos urge también a retomar la cuestión de la teodicea y hacer justicia al Dios de Jesús y “reparar su imagen”. Hace un año escribí en este mismo blog algunas reflexiones sobre ello y a lo largo de estos meses he seguido tirando de este hilo:

El misterio que llamamos Dios no es milagrero, ni castigador, ni interviene directamente en la historia, ni para causar el mal ni para evitarlo, sino que es aliento de vida, manantial de resiliencia, como se nos revela en el Crucificado. Sostiene, inspira, moviliza a la solidaridad y a la creatividad amorosa, como la ha hecho y lo sigue haciendo en el corazón de tantas personas, en esta crisis que acompañan tantas situaciones límites. El Dios de Jesús es experto en reciclaje, en hacer renacer la vida de los deshechos (Ez 37,4) y señalar la esperanza cuando parece que todo está perdido, como nos recuerda el profeta Jeremías en tiempos de exilio, caída del templo y perdida de todo horizonte (Jr 31,17).

El Dios de Jesús es la fuerza interior y comunitaria que nos empuja a rebuscar hasta encontrar entre las cenizas del sufrimiento, la esperanza, como empujó a aquellas mujeres que se encaminaron hacia el sepulcro la mañana de Pascua, aun cuando todo era oscuro e incierto (Mc 16,1-13). Un Misterio de amor que no se identifica con los discursos, sino con los gestos y las acciones (Mt 7,21) y que no distingue entre creyentes ni ateos, sino que es experto en periferias y en humanidad más que en moralidades (Lc 7,36-50).

Un Dios Ruah alentadora, que nos mueve a salir de nuestros propio miedos e intereses y que nos hace experimentar que solo en la projimidad y en el asombroso poder de los encuentros y los abrazos podemos ser plenamente humanos y humanas y participar del misterio de su divinidad. Un Dios que no es el de las metas, sino el de los caminos (Jn 14, 6), que no nos arregla nada, pero que nos sostiene en todo, que no es certeza sino búsqueda incómoda en la que se nos ofrece como nube, para que no nos despistemos cuando toca atravesar desiertos y como fuego en la noche, cuando la oscuridad nos paraliza (Ex 40,38).

Es el Dios que desde su innumerable nube de testigos nos recuerda que las crisis pueden ser el amanecer de una realidad inédita, que se escapa al control, al cálculo y la lógica humana, pero que exige conversiones y cambios profundos, como le sucedió a Sara y Abraham, a Pablo, a María de Nazaret, a José, su esposo y a María de Magdala. El Dios que nos recuerda que el futuro solo podemos atravesarlo en compañía y en ella se nos revela como el Todo cuidadoso que la caña cascada no quebrará ni el pábilo vacilante apagará (Mt 12,15-21) y se nos ofrece como respiro y aliento (Is 4).

En mi propia experiencia de penumbra vivida a lo largo de este años ha sido y sigue siendo el entramado comunitario el que me ha sostenido y ayuda a sostener a otros y otras, ese Dios-relación, que en tiempos como estos nos invita a acudir a los expertos y expertas en noches, en esperanza y consuelo hasta el extremo y en ese sentido, de nuevo Etty Hillesum se nos hace una entrañable compañera de camino y nos marca el rumbo:

«¡Dios mío, tómame de la mano! Te seguiré de manera resuelta, sin mucha resistencia. No me sustraeré a ninguna de las tormentas que caigan sobre mi en esta vida (…). Pero dame de vez en cuando un breve instante de paz. No me creeré, en mi inocencia, que la paz que descenderá sobre mi será eterna. Aceptaré la inquietud y el combate que vendrán después. Me gusta, mantenerme en el calor y la seguridad, pero no me rebelaré cuando haya que afrontar el frio, con tal que tu me lleves de la mano. Yo te seguiré por todas partes e intentare no tener miedo. Esté donde esté, intentaré irradiar un poco de amor, del verdadero amor al prójimo que hay en mi» (Diarios, 25 de noviembre 1941).

Ojalá así sea.

***

[1] Ivone Gevara, Cuarentena bíblica: transformación, renovación y cambio, https://www.youtube.com/watch?v=niEL7DOmi4c

[2] Wanda Tommasi, Etty Hillesum, la inteligencia del corazón, Narcea, Madrid, 2003, pág. 109.

[3] Paul Lebeau, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual, Sal Terrae, Santander,199, pág. 110.

[4] Yolanda Sáez. “Ecofeminismo. Tejiendo redes”Mas allá de la pandemia al de la pandemia. Vivir en estado de excepción, Iglesia Viva (283), 2020.

[Imagen de AndPan614 en Pixabay]

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