No puedo con la saturación informativa sobre la guerra de Ucrania, mientras se silencian los más de 25 conflictos bélicos que se siguen produciendo en el mundo y ya no son noticia para casi nadie.
Me runrunea un malestar políticamente incorrecto ante el contraste y la desigualdad manifiesta entre la criminalización de la acogida en otras crisis humanitarias (en Grecia o en Calais…) y la exaltación y plausibilidad de la acogida a las familias ucranianas. Son muchas las personas malienses, palestinas, kurdas, sirias, iraquís o centroamericanas que huyen de otras guerras (incluidas las de las maras) a las que se les niega la acogida o se encuentran con múltiples vericuetos y dificultades burocráticas para conseguir una simple cita que les permita solicitar protección internacional.
No es que no me conmueva el dolor y el sufrimiento de las familias ucranianas que huyen de la guerra, que me parece tremendamente injusto y espeluznante, en medio del manejo de los hilos militaristas de los intereses de la OTAN y la tiranía de Putin. Pero el agravio comparativo es inmenso y resulta tremendamente humillante. Acaso la razón es que son blancos y rubios, o de manera más “educada”, como decía el otro día una compañera de un colectivo vecinal de mi barrio, “forman parte de nuestra cultura y civilización europea y esta guerra amenaza directamente nuestro estilo de vida”.
Sin duda, lo que revela esta oleada de acogida para las familias ucranianas que huyen de la guerra es que si queremos se puede. La voluntad política y social es determinante para alcanzar cambios que se declaran, en otros casos, imposibles.
En estas últimas semanas he estado con cinco mujeres inmigrantes, embarazadas, a punto de salir de cuentas, a las que se les ha negado la atención sanitaria y aún no saben dónde van a dar a luz y si les facturarán la atención hospitalaria. Para valorar su situación les han dado cita en la Unidad de Tramitación Sanitaria para inmigrantes… para después del parto. Hemos hecho todo tipo de reclamaciones y la respuesta es siempre la misma: hay colapso, no se puede hacer otra cosa. No hay opciones. También varios amigos llevan meses intentado conseguir una cita electrónica en extranjería para renovar su entrevista de asilo y, al reclamar, nos dicen que el sistema está bloqueado y que no saben para cuándo podrá haber citas disponibles. Mis amigos están a punto de perder la renovación de su contrato laboral si no consiguen pronto esa cita. Pero la respuesta es siempre el mismo mantra: no se puede hacer nada. La culpa es del colapso.
Sin embargo, muchas personas nos preguntamos si del mismo modo que se han puesto en marcha paquetes de medidas sanitarias, sociales y de extranjería para las persona ucranianas – tales como permiso de residencia de un año, ampliable a tres, con posibilidad de trabajar, acceso a la educación y a la salud, plazas públicas para personas vulnerables, embarazadas, comedores sociales, albergues juveniles, plazas gratuitas para jóvenes de entre 3 y 16 años, servicio de traducción e interpretación, abono transporte gratuito, entre otras – no es posible que estas medidas puedan aplicarse al resto de la población migrante y refugiada que huye también del hambre, de la falta de futuro y de otros conflictos bélicos hoy invisibles u olvidados por los medios de comunicación.
Va a tener razón mi vecina, hay una gran diferencia: no son europeos, no son rubios ni blancos. Son los otros, la negación del nosotros, y para ellos sólo queda la sospecha y la criminalización.
Pepa Torres
Teóloga y religiosa Apostólica del Sagrado Corazón de Jesús, vive en una comunidad intercongregacional en el madrileño barrio de Lavapiés. Allí apoya los movimientos sociales y la defensa de los derechos humanos, especialmente desde la Red Interlavapiés. Escribe en alandar la sección «Hay vida más allá de la crisis».