Llamados a la conversión, llamados a vivir nuevas formas de masculinidad

Por José María Pérez-Soba, Instituto Superior de Pastoral y Centro universitario Cardenal Cisneros de la UAH. alandar.org

El movimiento —imparable— que ha desencadenado el Mee too y que ha colocado, por fin, las reivindicaciones feministas en el primer plano de la actualidad, nos obliga como varones y como cristianos a posicionarnos ante el tema de la igualdad real de hombres y mujeres. 

De hecho, a algunos de nosotros, varones cristianos, nos ha hecho conscientes de estar llamados a un auténtico proceso de conversión. Es evidente que, si asumimos en nuestra vida el proyecto de Dios que proclama Jesús y aceptamos vivir el Reino de Dios, las relaciones de género quedan transformadas. Como decía San Pablo, en la nueva dinámica, “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.» (Gálatas 3, 28).

Nuestra generación, la del baby boom de los años sesenta, ha heredado, en muchas ocasiones, una forma de ser varón que nos parecía evidente, y que en muchos aspectos no reflejaba la igualdad fraterna del Reino. Estudiamos todavía en colegios segregados por género, lo que fortalecía asumir los estereotipos con aún más fuerza. Y lo que vivíamos en casa, en hogares maravillosos, sin duda, fortalecía también la misma dinámica. 

Como decía mi suegro, con cierto orgullo, con cuatro hijas jamás había cambiado un pañal. No es extraño. Como medía una agencia de estudios sociológicos, la sociedad que más rápido y profundamente cambió en Occidente en el final del siglo XX fue la española. El proceso de pasar del nacionalcatolicismo a la democracia no significó sólo una transición política (tan frágil como sabemos), sino también social, religiosa y de valores. 

Construir nuestra identidad aceptando la fragilidad que todo ser humano vive ha sido una experiencia de libertad

Por eso, para nosotros asumir el feminismo como parte de nuestra forma de vida cristiana ha sido un proceso de conversión. El encuentro con personas concretas, sobre todo mujeres, nos ha hecho despertar a aspectos que teníamos tan asumidos que no éramos conscientes. Y ha sido un proceso liberador. Poder construir nuestra propia identidad aceptando nuestra fragilidad, la que todo ser humano vive, quiera o no quiera, ha sido una experiencia de libertad. 

Cuidar cambia la vida

Descubrir la sensibilidad como una virtud valiosa y aprender a comunicar sentimientos con naturalidad y no cubrirlos con un manto de silencio, es un regalo que nos ha hecho vivir más y mejor. Y, sobre todo, descubrir la maravilla que es cuidar ha cambiado nuestra vida. Cuidar a las hijas e hijos, cuidar a la madre y al padre mayores, cuidar a la pareja, cuidar a las hermanas y hermanos de comunidad… es una forma de vivir que nos llena y que nace de la presencia del Dios de Jesús en nuestra vida.

En el fondo, todo surge de la sencillez de vida que brota de aceptar el Reino de Dios en la vida. Si Dios nos ama con total gratuidad, lo que brota del corazón es una relación de cuidado, de aceptación del diferente y la libertad para aceptar, con toda naturalidad, mis propias inseguridades. No necesito otra cosa que ser yo mismo. Y cuando caen las caretas impuestas, brota una relación con nuestras hermanas diferente. Las queremos y, por tanto, las queremos libres, capaces, dueñas de su vida y compañeras en el camino de la vida. Caminar con las mujeres como nuestras hermanas, codo con codo, aprendiendo mutuamente, viviendo la pareja como un espacio de reciprocidad, de apoyo mutuo, donde ambos estamos en un camino conjunto que multiplica nuestras posibilidades, es una suerte.

Ahora bien, este camino no ha acabado. Tenemos tanto todavía por descubrir, por liberar, por construir, que el proceso de conversión a una nueva masculinidad es una forma de vida, mucho más que un logro alcanzado. Por eso, nos sentimos en proceso, aprendiendo todavía, siguiendo una senda que sentimos inexplorada. Nuestra esperanza se asienta en ver cómo nuestras hijas e hijos sí tienen ya otros modelos, imperfectos, muy mejorables, pero otros modelos, de vida más igualitaria. 

Esta verdad nos anima, sobre todo cuando constatamos que, como todo cambio, hay movimientos que se organizan, cada vez con más fuerza, contra esta revolución. En efecto, constatamos también la reacción que quiere reafirmar los modelos previos de masculinidad despreciando el movimiento igualitario. Este es el recurso propio de la masculinidad patriarcal, usar la ironía y el menosprecio que nace de la conciencia de la propia superioridad para acabar con algo que sienten de alguna forma como amenaza y que prefieren no tener en cuenta. 

Por eso, no podemos dejar de constatar las dificultades que hemos encontrado en este proceso de conversión. No solo las personales (nuestra propia limitación, nuestras propias inseguridades, nuestro propio egocentrismo), sino las sociales y, peor aún, eclesiales. A la primera de ellas ya hemos hecho referencia: no hemos tenido muchos referentes de varones en este proceso, lo que nos ha hecho caminar a tientas, con múltiples errores. 

Recelos significativos

Además, sabemos que nuestra forma de vida crea desconcierto en personas tanto de nuestro ámbito familiar como eclesial. Algunos aprecian lo que ven; otros, lo toleran como una excentricidad, y otros reaccionan reafirmando su identidad, que sienten atacada por un comportamiento diferente. Es muy curioso constatar cómo este tema despierta muchos más recelos que otros. Incluso varones sensibles, que se sienten parte de los movimientos progresistas de nuestra sociedad, reaccionan a la defensiva cuando se plantean estos temas. El feminismo toca resortes tan profundos de la propia identidad que causa mayores rechazos que otras cuestiones.

La conversión de la Iglesia pasa, entre otras cosas, por una conversión feminista

De hecho, esta misma resistencia la sentimos en nuestras comunidades de vida y, sobre todo, en la Iglesia institucional. Las dificultades para poder avanzar en este campo, en una institución necesitada realmente de la conversión pastoral pedida por el Papa Francisco, muestran la necesidad urgente de crear espacios reales de sinodalidad. Es necesario dejar espacios de corresponsabilidad a nuestras hermanas, de participación real, donde se pueda ejercer la parresía (confianza, franqueza y valor) que pedía el papa Francisco. Y ‘dejar espacios’ es que los varones dejemos de ocuparlos en exclusividad, no solo físicamente sino mentalmente. Dejar un espacio, como excepción, para mirar a la mujer presente como una curiosa minoría no es de lo que hablamos.

Con toda sinceridad, sentimos que la conversión pastoral de nuestra Iglesia pasa, entre otras cosas, por una conversión feminista. Por amor a nuestras hermanas, queremos la igual dignidad real de las hijas e hijos de Dios, haciendo verdad el Reino de Dios. Para ello podemos comprometernos a acoger la causa de la igualdad, educar en ella y crear espacios, redes comunitarias, estructuras eclesiales donde se viva la fraternidad y sororidad. Y así estaremos más cerca de que nuestra sociedad pueda ver en nosotros lo que estamos llamados a ser: sacramento visible y eficaz del Reino de Dios.

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